Fue lo primero que sentí. Era fácil
acomodarse a ese mundo de caricias.
Fue lo primero que vi, como cuando
salí del coma luego de que un auto me atropelló. Ella estuvo sentada a mi lado
en la cama de hospital durante horas que le parecieron eternas.
A veces mirarla tuvo sus sorpresas: el
sábado que decidió no teñirse más apareció por casa con la cabellera blanca; la
que lució hasta el día de su muerte, muy joven, apenas pasado el medio siglo.
Le gustaba el café instantáneo, el Nescafé o el Dolca no recuerdo bien, batido con un poco de azúcar y unas gotas
de coñac. Me lo enseñó a saborear, pero sin las gotitas, en las tardes de
invierno cuando mis hermanos estaban en la escuela.
Con ella aprendí a planchar las camisas
blancas de papá, a preparar una salsa de tomate para la pizza y otra
distinta para las pastas. Aprendí cómo se hace para amasar el pan y como saber
cuando esta listo y hay que dejarlo descansar. Creo que todos los trucos de la
cocina me los enseñó.
Cuando tenía ocho años, más o menos,
me dio la lección más valiosa de mi vida. Acababa de pelearme en la calle con
un vecino de la cuadra que me dijo
— hijo de puta!. Me dio tanta rabia
que me trencé en mi primer pelea a puño limpio. Llegué a casa sucio, con los
mocos colgando y con el corazón destrozado. No más verme me preguntó:
— que te ha pasado rodriguito?
No quería contarle. Cómo decirle lo
que habían dicho de ella! No le fue fácil que yo hablara. Al fin, con la cara
limpia, me senté en una silla mientras ella cocinaba y más o menos le conté lo de
la pelea.
— Pero porque peleaban?, dijo.
Mascullé la cuestión sin muchas ganas. me moría de vergüenza. Se rió tanto! Me
dijo
— Es que yo soy una puta?.
— No! dije.
— Vos sabés que no soy puta, entonces
para que pelear?
Nunca lo sabré, pero en una siesta
bahiense, que por el calor debe haber sido de noviembre u octubre, en aquella
tarde ella no durmió como siempre lo hacia. Salió de casa sola y regresó una
hora larga después. Se recostó así como había llegado, y no se levantó para
tomar el té, como era su costumbre. Le llevé la bandeja con la taza a la cama,
no me dijo adonde había estado ni que le pasaba o porque se agarraba con las
manos el vientre. No me animaba a decirle lo que aún sospecho. Creo que hubiera
sido su séptimo hijo. Era el año setenta.
Aprendí a ubicarme en el lugar que me
correspondía, fue cuando intenté meterme en medio de una de sus disputas con
papá.
— Eso es algo que lo arreglaremos con
tu padre", me dijo. Me puso donde debía estar.
Que bárbaro!
Estuve con ella cuando descubrió que
tenía un cáncer que había pronosticado tendría. Me lo había dicho muchos años
antes,
— voy
a morir igual que mamá" se refería a mi abuela, a quien no conocí.
Pero nunca quiso curarse. La vida tenía
un sentido que ella no pudo encontrar.
Quiso hacer cosas que no hizo, hizo
cosas que no quería.
A lo mejor fue feliz, pero le tocó dar
vueltas a la pirámide de la Plaza de Mayo, junto con otras madres. Hay dolor
mayor que ver a su hija cautiva de los horribles? Cuanta impotencia!.
Hicimos juntos el camino a la estación
de trenes varias veces, cuando iba a Bahía Blanca. Luego me prohibió que fuera
a la cárcel de Olmos. Ella fue viendo como sacaban de la fila a los familiares
más de una vez. Y en la Cárcel de Devoto vio mermar la fila de los familiares que
asistían a la visita jueves a jueves.
Fue mi primera maestra! Gracias al
permiso de la directora de su escuela me podía dejar sentado en el último banco
de su clase. Calladito miraba y escuchaba sin entender mucho. La prístina mirada
de un niño de tres o cuatro años es de una inusitada intensidad. Ya no pude ir
más cuando en vez de decirle señorita, como el resto de mis compañeros de
clase, le decía mamá.
Me contagió el amor por el cine, le
gustaban los policiales. Y las comedias románticas. Muchas las vimos juntos en
la tele. Pero también en el cine.
Me regaló las historias de Los Tigres
de Mompracem y de ahí fui tirando el hilito de la literatura.
Y el amor por palabra escrita; todo lo
que caía en sus manos lo leía. Hasta el papel en que venia envuelta la media
docena de huevos del almacén de la esquina.
Y la costumbre de leer el periódico
todos los días y escuchar la radio, siempre.
No era de las que se creían las
historias de los medios. De ella aprendí a leer las noticias al revés, siempre
buscando lo que esconden. Seguimos paso a paso la llamada Guerra de los Seis Días
en 1967. Nunca mostró su afiliación política, pero la tenía y ejercía su
derecho al voto cuando podía. Pocas veces pudo.
— Mamá
no tengo nada para leer! Le dije una tarde del verano tucumano.
— Terminaste
el diccionario?, me dijo. Aun me faltan varias hojas.
En el último año de su vida le escribí
muchas cartas desde el pueblo donde me recluí, no me respondió ninguna. Ya
estaba entrando en la zona del adiós. La última vez que hablé con ella su voz
era un suspiro: "tengo todas las respuestas aquí", me dijo señalando
su cabeza. La besé con una imitación de la ternura que ella tuvo cada vez que me
encontré en sufrimiento.
Ya no espero la llegada del cartero.
Si hubiera vivido tendría muchos años,
había nacido en 1925.
Muchas de sus cosas aparecen cada día
en nosotros, sus hijos y nietos, que aun sin conocerla fruncen los labios como
ella, o preparan una receta tal y como ella lo hacía. Nos legó amores,
rencores, pasión, desapego, plasticidad y firmeza. Cada quien tomó de la
canasta lo que pudo.
Yo quise llevarme todo.
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